Gabriel y Gabriela Molina viven junto a su madre en un pequeño monoambiente cerca del Casino. Trabajan como camarero y secretaria. Eligieron la ciudad por un primo, pero dicen que volverían a Venezuela "cuando acabe la pesadilla".
por Melanie Lamazón
Cuatrocientos pesos, eso fue lo que le pagaron a Gabriel en su primer día de trabajo. No tenía idea de cuánto valía ese dinero, ni qué podía comprar. Acostumbrado a los bolívares, los pesos argentinos lo desconcertaban.
Había llegado hace unas semanas a Mar del Plata, a la que antes solo conocía por fotos de internet; una ciudad en la que soñaba estar para poder alejarse del drama e inestabilidad en la que vivía en San Cristóbal, su ciudad natal.
Con sus 400 pesos caminó por la zona del Paseo Aldrey buscando un supermercado. Quería sorprender a su hermana y mamá con un buen almuerzo, pero no sabía qué podía comprar. Hacía la comparación con Venezuela: allí con el salario de un mes sólo le alcanzaba para un kilo de pollo, un kilo de carne y un poco de arroz.
A pesar de la inflación en la Argentina, Gabriel se quedó asombrado cuando vio los precios en las góndolas del supermercado: no podía creer que el pago de un día pudiera comprar dos kilos de pollo y vegetales. “En ese momento, cuando pude ver la comida que les iba a poder preparar a mi hermana y a mí mamá, entendí que Mar del Plata sería mi hogar”, dice emocionado.
“Marplatenses por adopción”
Gabriel y Gabriela Molina son hermanos, venezolanos y ahora, según se definen, “marplatenses por adopción”. El es ingeniero ambiental y licenciado en Educación con mención en Biología y Química. En Mar del Plata trabaja en un café cerca del Paseo Aldrey.
Ella es estudiante de Ingeniería Industrial y en la ciudad se desempeña como secretaria en una empresa de seguridad electrónica.
La vida de los Molina en su país podría decirse que fue privilegiada. Con un padre taxista y una madre licenciada en Enfermería, la familia formaba parte de una clase media alta. Sus estudios y “rebuscarse la vida” fueron justamente lo que les permitió comprar los pasajes “en búsqueda de un futuro mejor”. Un “lujo” que muchos otros venezolanos ni siquiera pueden soñar.
Gabriel le cuenta a LA CAPITAL que “intuía que algo así iba a pasar” en Venezuela cuando el gobierno empezó a vender algunos productos a precios extraordinariamente baratos. Una estrategia similar a los Precios Cuidados de Argentina, pero a valores inverosímiles. A los productores esto no les servía y, al bajar la producción, comenzaron a escasear los productos.
“Poco a poco”
El ingeniero de 28 años asegura que en su casa la crisis se vivió “poco a poco”, hasta que la situación se puso “muy difícil”. Fue en ese momento cuando los productos básicos faltaban y cuando simultáneamente notaron que vivían en una especie de “autotoque de queda”.
“En ese entonces ya no salíamos a la calle porque no alcanzaba el dinero y por esto, subió la delincuencia. Salir a la calle era extremadamente peligroso”, recuerda.
– ¿Cómo eran las calles a la noche en Venezuela? ¿Salían cuando caía el sol?
– No, eso es imposible. Es a tu propio riesgo, incluso algo irresponsable. Cuando el sol estaba bajando, corría a casa para llegar lo más rápido que podía. Si te roban a pleno mediodía de forma violenta en el centro de la ciudad, imaginate a la noche.
Incluso, los hermanos mencionan que los taxistas “sólo trabajan con gente conocida” por las noches “debido a la inseguridad”. “Hay que coordinar con taxistas para que te lleven a lugares, luego te busquen y te lleven a tu casa”, detallan.
Tanto para Gabriel como para Gabriela, aquello que les dio el último empujón para tomar la decisión de irse fue la educación. “Siempre había un paro distinto. Paros nacionales, paros de transporte, paros docentes y así pasábamos hasta seis meses sin clases”, describen los hermanos.
¿Porqué Mar del Plata?
Abandonar el país juntos era económicamente imposible, así que decidieron que la primera sería Gabriela que desde los 11 años soñaba con vivir en la Argentina. El destino elegido fue Mar del Plata porque un primo ya vivía en la ciudad. “Donde comen dos, comen tres. Que se venga”, les dijo para motivarlos a dar el primer paso.
“Buscamos en internet sobre la Universidad de Mar del Plata, que está en un muy buen lugar en el ranking de calidad educativa y yo planifiqué todo el viaje de mi hermana”, cuenta Gabriel.
Con 19 años, Gabriela fue al aeropuerto y se despidió de su familia sin saber muy bien qué era lo que pasaría en su Venezuela. “Tenía muchísimo miedo. Tanto miedo que el día anterior a salir de Venezuela le supliqué a Dios que en Migraciones no me dejaran salir para quedarme con los míos”, recuerda aunque reconoce que hoy agradece “estar en Mar del Plata” y que la experiencia la convirtió en una persona “madura, totalmente independiente y agradecida”.
Dos años le llevó a Gabriel ahorrar para su pasaje con el que podría acompañar a su hermana, con su sueldo de encargado en una empresa de productos de limpieza. “Mi función básicamente era que el resto no se robara cosas”, dice. Su sueldo era de 40 USD, lo que permitía que viviera “al filo”. Los empleados que tenía a su cargo ganaban unos 10 USD. “Con eso te morís de hambre, no te alcanza para absolutamente nada y es un sueldo que muchas personas tienen”, reconoce y recuerda que los chicos con los que trabajaba buscaban chatarra para vender el fin de semana en la frontera de Cúcuta.
Con ahorro y sacrificio, logró subirse a ese avión con destino Buenos Aires. “Recuerdo que apenas llegué se hizo de noche en el camino al departamento en el que me iba a quedar y, como estaba acostumbrado a Venezuela, empecé a sentirme muy nervioso y no podía entender cómo todos alrededor mío estaban tan tranquilos”, cuenta. Y agrega:
“En un momento escuché una moto y estuve a punto de rezar, pero todo mi entorno me hacía relajarme”.
Confiesa, además, que otra de las cosas que más llamó su atención fue ver una “economía en movimiento”. “Ver tantos comercios abiertos fue muy loco para mí y me pasó algo muy similar cuando llegué a Mar del Plata”, relata.
Angustia por Venezuela
Gabriela asegura que las noticias sobre Venezuela la “angustian” y que cuando llegó a Argentina pasó varias noches sin dormir pendiente de “cada cosa que pasaba”. En un momento decidió limitarse a enviarle dinero a su familia y no ver más noticias, pero a veces la intriga era más fuerte.
Antes de que vuelva la electricidad a Venezuela, que sufrió un apagón de casi una semana, Gabriela recuerda que lloraba en la calle, en el trabajo y en la facultad. Es que por 4 días no supo nada de su papá, el único que todavía no abandonó el país, y lo último que éste había llegado a decirle antes de la incomunicación total es que no tenía comida, que estaba preocupado y que prefirió regalar lo que tenía guardado en su heladera a otros que lo necesitaban antes de que se le echara todo a perder por falta de refrigeración.
“Me partió el alma”, confiesa, pero recupera la sonrisa porque horas antes recibió una videollamada de su papá, quien le contó que la solidaridad entre los vecinos creció y se ayudaban unos a otros hasta que regrese la energía.
Gabriel y Gabriela, y muchos otros venezolanos, se enfrentan además a otro desafío en la ciudad que los acoge: la xenofobia. “No discutimos, porque es complejo”, dicen y concluyen: “Somos seres de mundo, las fronteras las creó el hombre y son variables a su voluntad”.
La mamá, empleada en un geriátrico
Su nombre parece el de una actriz de Hollywood y ella un poco que lo es. Gaudis Pernía, la madre de Gabriel y Gabriela, camina por las calles de Güemes como una diva yendo al trabajo de su hijo mayor. Ella también decidió escapar de la crisis y aquel 7 de julio de 2018 desembarcó en Mar del Plata. La ciudad que ya había adoptado a su hija y esperaba por la llegada de su hijo mayor.
En Venezuela trabajó por más de 30 años en la salud pública como enfermera. Sus años de experiencia y gran conocimiento en medicina hicieron que en menos de un mes consiguiera un trabajo en la ciudad, en un importante geriátrico. También vive junto a los protagonistas de esta historia en aquel pequeño monoambiente cerca del Casino. Desde que nacieron sus hijos, siempre hizo todo pensando en su bienestar y así es cómo vive hasta el día de hoy cuando apoya e incentiva a su hija para que termine su carrera y se convierta finalmente en Ingeniera. Quiere que las cosas sean un poco más fáciles para ellos. Sin importar en qué parte del mundo deseen estar”.
– Más de 2 mil venezolanos se refugian en la ciudad